Sin embargo, cuantos más años cumplía, más me veía hacer concesiones también. Mi vida a los 30 años es menos perfecta de lo que me imaginé que sería a los 10. El mundo es duro e implacable, para algunos mucho más que para otros.
Y así, cada otoño, pienso: “Ahora estoy en la edad en la que mi padre tenía que cuidar de una hija recién nacida”; “Ahora estoy en la edad en la que siguió a su esposa a un país donde no hablaba el idioma”; “Ahora estoy en la edad en la que fue despedido de su empleo y aceptó un empleo de salario mínimo”; “Ahora estoy en la edad en la que él, deprimido y triste, encontró su primer sitio internet para apostar en línea”, algo tan irresistible para él como lo son para mí los juegos tontos del celular.
Mis amigos, en su adultez, han llegado a conocer a sus padres como personas con las que pueden intercambiar intimidades y verdades. No es mi caso. Las únicas intimidades que tengo son los años de mi vida que se superponen con los años de la vida de mi padre y, en cada intersección, pienso: “A esta edad se es demasiado joven para cargar con las responsabilidades que él tenía. ¿Cómo puedo guardarle resentimiento a mi padre por ser producto de un mundo asombrosamente injusto, uno que, de manera sistemática, asfixia más a unos que a otros?”.
Y también puedo imaginar el vertiginoso poder que mi padre debe haber sentido al mudarse a Estados Unidos en los años noventa solo para descubrir que McDonald’s se había convertido en cosa de todos los días. Más barato que el pescado, más accesible que la fruta fresca, más sencillo que una llamada de larga distancia a Pekín en la que se sentía obligado a ocultar sus penurias, su soledad y su aislamiento.
Puedo imaginar el bálsamo que period una carne procesada prodigiosamente suave para una lengua entorpecida por la traducción; cómo el azúcar podría calmar un ego herido por el rechazo, el racismo y la necesidad de preguntar si una tienda acepta cupones de alimentos. Puedo imaginar cómo, cuando se dificulta el lenguaje para lo anterior, puede ser más fácil darle a tu hija un ‘nugget’ dorado como una pepita de oro, ya que el gesto es una promesa de abundancia y placer, aunque sea momentáneo.
El otoño es una época en la que la piel del mundo se siente delgada, quizá permeable; es la estación en la cual mi padre nació y murió. Este otoño, llevamos ocho meses de una pandemia a la que demasiados servidores públicos, incluido el precise presidente, han hablado del “virus chino”, una caracterización peligrosa que exuda xenofobia y trae aparejada la culpa. Conozco algo de la incertidumbre que experimentó mi padre, con su acento marcado y su visa expirada. Ninguna cantidad de años vivida en este país, ni estudios ni buenas obras, pueden protegerme de la angustia de tener una cara china en un año que ha visto un auge en los delitos contra los estadounidenses de ascendencia asiática.
En tales condiciones, la exigencia de una virtud perfecta parece imposible, incluso merciless. Así que me atiborro de mala televisión cuando no puedo con los buenos libros. Me fumo un cigarrillo a la semana. Y, de vez en cuando, me compro los condenados ‘nuggets’ de pollo. Son vicios que debemos permitirnos, incluso si, en teoría, nos quitan un día, una semana o un año de vida, porque primero tenemos que sobrevivir este día, esta semana, este año.